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Esta web describe los hechos acaecidos en San Sebastián de Garabandal (Cantabria, España) a partir del año 1961, sin pretender suplantar el juicio definitivo sobre lo que sucedió y que compete solo a la autoridad de la Iglesia católica. A ese juicio nos sometemos.

Febrero 2022

Si quieres, puedes curarme

En el último newsletter hablamos de la esperanza y la fe en el sufrimiento. Este mes, dedicado de manera especial a los enfermos, nuestra mirada y pensamiento vuelven de nuevo sobre el misterio del sufrimiento humano. Dijo San Juan Pablo II que: «A través de los siglos y generaciones se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo. […] Ante el hermano o la hermana que sufren, Cristo abre y despliega gradualmente los horizontes del Reino de Dios, de un mundo convertido al Creador, de un mundo liberado del pecado, que se está edificando sobre el poder salvífico del amor. Y, de una forma lenta pero eficaz, Cristo introduce en este mundo, en este Reino del Padre al hombre que sufre, en cierto modo a través de lo íntimo de su sufrimiento» (Salvifici doloris, 26). El sufrimiento solo encuentra su sentido unido a Cristo, quien nos introduce en una dimensión más profunda de la misma. Él nos ha redimido con su cruz y nos invita a coger nuestra cruz y así unirnos a su misión redentora. En Garabandal vemos cómo Jesús habló a Conchita en locución, en al menos dos ocasiones, sobre la cruz: «En cualquier parte hallarás la Cruz, el sufrimiento» y, «Jesús, cuando yo se lo estaba pidiendo [la cruz] me contestó: “Sí, te daré la cruz”» (Diario de Conchita, 81).

El hecho de aceptar el sufrimiento y la cruz no significa que nuestro corazón no pueda acudir al Todopoderoso para que nos ayude e incluso para que nos cure de nuestras enfermedades corporales y espirituales. El Evangelio está lleno de relatos en los que vemos cómo el Señor acude a los enfermos, los cura, los consuela, los da nueva vida. Nosotros, en nuestra debilidad y necesidad, podemos y debemos acudir al médico divino para que, si es su voluntad, nos cure. Debemos tomar tiempo para meditar estos pasajes en que vemos conmoverse el corazón de Dios. 

En ocasiones los Evangelios hablan en general de que curaba a muchos enfermos, pero en otros, los relatos son más extensos y detallados y podemos quedarnos contemplando los movimientos de Jesús. Quizá muchos podemos sentirnos como la hemorroísa, que no se atreve a acercarse, pero la fe le dice que con solo tocar su manto sería curada; o como el ciego Bartimeo que al oír que pasaba Jesús empieza a gritar a grandes voces pidiéndole misericordia; o como el paralítico junto a la piscina de Betesda, que no tenía quien le introdujera en las aguas; o como el leproso que decía a Jesús con fe: «Señor, si quieres, puedes curarme» (Lc 5,12). Y así una lista larga de todas las personas que se acercaron a Jesús para ser tocados y curados por Él. Vemos una condición, el acercarse. En el caso del siervo del centurión, o del paralítico que fue introducido por los amigos por un boquete abierto en el tejado, vemos el poder de intercesión. Es decir, nos acercamos a Jesús no solo para pedir por nosotros mismos, sino también por los que amamos, y aún más, por los que no conocemos personalmente pero que a través de la oración podemos presentar al Señor. En la oración podemos ponernos delante de Él con las actitudes que vemos en todas estas personas curadas por el Señor: fe, humildad, confianza. 

No busquemos solo una curación corporal. El Señor lo eleva, habla de no pecar más, de que su fe le ha salvado. Muchas veces a pesar de tener enfermedades reales físicas, no es de estas de las que tenemos más necesidad de curación sino más bien de las enfermedades espirituales, que nacen en primer lugar de los pecados capitales. Las enfermedades espirituales, como la tibieza, la mediocridad, las heridas de los pecados voluntarios necesitan con más urgencia de la mano del Señor. Hay algo peor incluso que estas enfermedades y es la muerte espiritual, el pecado mortal. De él pedimos ser librados y cuando nos acaece corremos con urgencia a la fuente de la gracia salvadora en el sacramento de la Confesión antes de que sea demasiado tarde. 

Antes de concluir nuestra reflexión volvemos la mirada a María, a quien recordamos de manera especial en este mes bajo el título de Inmaculada Concepción y la Virgen de Lourdes. Ella, igual que estuvo junto a la cruz de su Hijo, está junto a nosotros en nuestras cruces y nuestros sufrimientos. «El divino Redentor quiere penetrar en el ánimo de todo paciente a través del corazón de su Madre Santísima, primicia y vértice de todos los redimidos. Como continuación de la maternidad que por obra del Espíritu Santo le había dado la vida, Cristo moribundo confirió a la siempre Virgen María una nueva maternidad -espiritual y universal- hacia todos los hombres, a fin de que cada uno, en la peregrinación de la fe, quedar, junto con María, estrechamente unido a Él hasta la cruz, y cada sufrimiento, regenerado con la fuerza de esta cruz, se convirtiera, desde la debilidad del hombre, en fuerza de Dios» (Salvifici doloris, 26). Ella intercede por nosotros y a Ella podemos acudir con plena confianza en nuestras necesidades. 

Dios os bendiga

Equipo garabandal.it