Estos dos discípulos habían estado con Jesús. Habían caminado con él de aldea en aldea, de pueblo a pueblo, de cuidad a ciudad. Habían pescado juntos, habían hablado hasta las altas horas de la madrugada, sus caras iluminadas por el fuego de la fogata. Se habían congregado alrededor de la mesa comunal para comer y beber juntos.

Cleofás y este otro discípulo deberían ser capaces de reconocer a Jesús cuando lo encuentran en el camino a Emaús. Ellos conocen a Jesús: saben que aspecto tiene, el tono de su voz, su acento, sus peculiaridades. Pero, a pesar de este conocimiento, no lo reconocen en primera instancia.

Y si estos dos discípulos no reconocen a Jesús, ¿porqué creemos que nosotros lo podríamos reconocer? – si fuera a encontrarse con Jesús en camino a su trabajo, en el supermercado, a su lado en la iglesia. Si Jesús se nos acerca, ¿por qué estamos seguros que lo podríamos reconocer? ¿Por qué estamos seguros que no lo ignoraríamos? ¿Qué nos asegura que ya no lo hemos ignorado?

Estos dos discípulos no reconocieron a Jesús porque no se parecía al Jesús que recordaban. No se parece la imagen de Jesús. Su aspecto es raro. Sus palabras suenan extrañas. Parece un forastero, como que no debiera estar en ese camino – tal vez la piel era demasiada clara u oscura, o rasgos demasiado masculinos o femeninos, o una apariencia física que parecía demasiado ordinaria o demasiada exótica.

Sea lo que sea, él está fuera de lugar. De eso sí están seguros. Lo llaman forastero, extranjero, extraño. La palabra en griego es paroikeo, una palabra que describe a alguien que se encuentra lejos de casa, un peregrino, un inmigrante. Según la definición que nos ofrece el léxico, el diccionario de palabras griegas – paroikeo, “el estado de estar en un lugar extraño sin derecho de ciudadanía.”

Cleofás le dice a Jesús en el versículo dieciocho: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no has sabido las cosas que en ella han acontecido en estos días?” Cleofás parece estar molesto con este forastero, por la manera en que interrumpe su caminata, molesto con la forma en que interrumpe una conversación ajena. Cleofás piensa que este forastero es ignorante, que este extranjero es una molestia. No tiene ni idea de que el forastero es Jesús.

Jesús parece ser un hombre amable, que simplemente está tratando de tener una conversación en un viaje largo. Jesús les pregunta, “¿Qué pláticas son estas que tenéis entre vosotros mientras camináis?” les pregunta en el versículo diecisiete. Él solo quiere hablar, entrar en conversación, hacer amistad con los dos hombres en el camino a Emaús. ¿De que están hablando? pregunta Jesús.

Para estos dos discípulos, la presencia de Jesús es una intrusión, una interrupción. Jesús es un forastero que trata de introducirse en una conversación y relación que no le pertenece. Jesús es un extranjero ignorante, un extraño desinformado. Pero a pesar de todo esto, este forastero se convierte en un compañero de viaje, alguien con quien charlar, un peregrino en el camino, junto a los discípulos.

Así es la gracia. Esta es una historia de cómo funciona la gracia de Dios, de cómo Dios se acerca a nosotros. A pesar de nuestras resistencias y oposiciones, a pesar de nuestra impaciencia y confusión, a pesar de nuestros ojos velados, nuestra incapacidad de ver claramente, nuestra incapacidad de ver a la gente, de ver a forasteros, de darles la bienvenida, como dones de Dios, como gracia para nosotros, como mensajeros de Dios, como imágenes de Dios, como presencia divina para nosotros, como personas que nos invitan a entrar a la presencia de Dios. En este relato, la gracia de Dios se da en la presencia de un forastero—un extraño que resulta ser un amigo, un extranjero que termina siendo nuestro salvador.

Esta historia de los discípulos y Jesús en el camino a Emaús nos demuestra cómo funciona la gracia de Dios, un cuadro de la gracia divina — la gracia de Dios hecha carne en Jesús, caminando, hablando, comiendo: la gracia divina hecha común, la gracia de Dios transformando nuestras vidas comunes, hecha humana en Jesús, en encuentros y relaciones llenas de gracia.

Los discípulos, por si solos, lo hubieran pasado por alto, lo habrían ignorado. Hubieran perdido la oportunidad de encontrarse con Jesús, de estar en la presencia de Dios. Pero las buenas nuevas son que Dios, en su gracia divina, actúa primero, viene a nosotros, nos encuentra donde estamos, quiere caminar con nosotros.

Al igual que los discípulos, nosotros estamos continuamente aprendiendo a estar dispuestos a recibir el regalo de gracia, en el proceso de abrirnos a Dios, a darle la bienvenida — a recibir al Dios que no aparece de forma familiar, que no actúa como esperábamos. Al igual que los discípulos, nosotros también fallamos en reconocer a Dios, desconocemos a extranjeros, a forasteros — a un Dios que parece extraño, que es forastero, que siempre nos anda sorprendiendo.

Si siempre desconocemos a otros, nos equivocamos, los malentendemos, lo descartamos, por causa de nuestras predisposiciones, nuestros estereotipos, y nuestras ideologías que nos ciegan, por causa de nuestra ceguera ideológica que viene con creer que sabemos la forma humana que Dios toma, la manera en que Dios se expresa, las acciones que Dios lleva a cabo, las personas que Dios usa, a quien ofrece a la iglesia como dones.

Pero si nosotros descartamos a personas que parecen demasiado extrañas, que son extranjeros, que son demasiado diferentes, ¿cómo podemos estar seguros que no hemos ignorado a Dios, al Dios que siempre nos está sorprendiendo?